Mito y realidad sobre el dos a cero


Por Eduardo Sacheri.


Una de esas frases hechas de las que el fútbol esta lleno es esa que dice que el dos a cero es un mal resultado. Según los que así razonan es malo por que si el equipo contrario anota un gol, los nervios harán estragos en el ánimo de los jugadores que van ganando, Y muy probablemente terminen empatando, o aun perdiendo ese partido. En ese casi, y según una lógica algo estrafalaria pero al parecer generalizada entre quienes cultivan este deporte, el oprobio de la derrota será peor que si hubiesen perdido dos a cero, o dos a uno, como si fuese de cobardes, de poco hombres, sufrir una derrota luego de haber obtenido semejante ventaja.

A mi no me resulta una línea argumental del todo convincente. Siguiendo ese razonamiento: ¿es preferible tener un solo gol de ventaja, para que al primer descuido te empaten el partido? ¿No estarán mas desesperados los rivales si son dos goles los que los separan de la igualdad? Insisto: el asunto no termina de cerrarme. Yo tengo otra visión del dos a cero. Visto de otro modo, el dos a cero puede ser un resultado hermoso. O al menos, cierta clase de dos a cero.

Permítaseme exponer el caso: supongamos uno de esos partidos chivos, trabados, difíciles, en los que el propio equipo va ganando uno a cero poco menos que por milagro. Uno lo observa, preferentemente en la cancha (puede ser por TV, o escuchándolo por radio, pero digamos mejor que esta viéndolo en la cancha). En verdad tal vez más que mirarlo lo espía con los ojos semicerrados, por que teme que si los abre todo quede condenado a ver el gol del empate de ellos, la pucha digo. La pelota pega hasta en los ganchos de la red, pero no entra. Uno se convierte en un ser lloriqueante y lastimoso. Por fuera no, porque seguro hay alguien adelante y tampoco es cuestión de perder un prestigio bien ganado de futbolero curtido. Uno no puede hincarse de rodillas para rogarle al Altísimo que los fulmine a ellos con un rayo, o que les ponga alas a los nuestros, o que se suspenda el partido por terremoto, mientras moquea con vos adolorida. Pero por dentro una hace promesas. Promete ser más bueno. Promete enojarse menos con el prójimo. Ser buen padres y buen hijo y buen esposo. Promete disfrutar la vida y de las pequeñas alegrías, pero empezando por ésta, Dios, por lo que mas quieras, que no nos empaten.

¿Comprende el lector el contexto sugerido? Bien. Continuemos. Supongamos que faltan dos o tres minutos. Ni cinco ni uno, que quede claro. Faltan dos o tres. Y nuestro equipo recupera la pelota, luego de veinticinco minutos de verla pasar como si fuera un meteorito en llamas. Y, cosa extraña en los matungos que tienen el privilegio de vestir esa camiseta (que uno se pondría no ya digamos gratis, sino pagando encima), salen con pelota dominada. Asombrado, uno nota que parecen, súbitamente, haber recordado que el otro equipo también tiene un arco, porque se dirigen hacia el a velocidad respetable. Coronamos nuestra hipótesis imaginando que, en un alarde de maestría, nuestros jugadores logran organizar lo que técnicamente se denomina “contraataque” por primera vez en una década.

Y la embocan. Supongamos que si, que la embocan. Naturalmente uno saltara, gritara, hasta quedarse sin voz, se abrazara a todo lo que se mueve a su alrededor.Y cuando por fin uno se siente, cuando vuelvan los otros a sacar desde el mediocampo, cuando intente recuperar el aliento, empezará a existir, a palpitar, a ser, el dos a cero. Faltan dos minutos, no lo olvide el lector. De modo que uno no va a preocuparse por que el nueve de ellos se acerque al área. “Déjenlo, déjenlo que pruebe”, pensara generoso. Ni se preocupara de que el árbitro cobre lateral para ellos aunque se haya visteo desde Kenya, que la pelota pegó de última en el delantero. Uno lo perdonara, dulce, tal vez risueño porque errar humanum est, y pobre otario no sabe lo que hace, por eso es arbitro. Uno alzara los ojos hasta la tribuna rival, vera los hinchas y los considerara con respeto. Esos, que hasta hace cinco minutos recibían de uno solo feroces insultos, horrendas imprecaciones, sórdidos desafíos, burdas amenazas, se le antojarán ahora dignos varones, meritorios adversarios, altivos escuderos de otra fe tan meritoria como la propia.

Y así, mientras la pelota deambule por el mediocampo, mientras el técnico de los nuestros se ponga de pie sacando pecho, mientras los contrarios se afanen por apresurar un tiro libre inofensivo, uno se va a estirar en el asiento, va a suspirar, va sonreír al aire, gratuitamente, nomás, y va a experimentar la sensación mórbida de que esta hecho. El pasado en el que uno sufría ya no existe. El futuro, ese futuro en el que el referí va a terminar el partido, no lo necesita, no le hace falta. ¿Hay algo tan lindo en la vida como no necesitar nada más que lo que ya se tiene?



No se cuantas oportunidades le ofrece a uno la vida para sentirse totalmente tranquilo, absolutamente feliz, completamente seguro, inquebrantablemente a salvo, como en los brazos de su vieja, o de la mano de su viejo. Yo conozco ésa.