Medellín es un lugar de gente excepcional, única. Pero hubo un tiempo en que la industria de las drogas se consolidaba y los capos más capos conocían su negocio como la palma de la mano. Medellín lo recibió con aires de hogar, dulce hogar. El fútbol lo había hecho ídolo de la ciudad más convulsionada de Colombia en los años ochenta. ¿Quiénes eran los capos más capos? Pablo Escobar como jefe máximo, Gonzalo Rodríguez Gacha, Carlos Lehder, y los Hermanos Ochoa (Fabio, Jorge Luis y Juan David. Todos, líderes del Cartel de Medellín. Corriendo alrededor del estadio de Cali fue que lo vio.
Ya llevaba 4 años en Colombia, jamás lo había visto pero sabía algo sobre él. Sabía que era uno de los dirigentes del Independiente de Medellín y sabía que le decían Robín Hood. Sabía, pero prefería no saber tanto. “Lo recuerdo, pero no mucho”, dice. Corría alrededor del estadio, corría porque jugarían contra el Sao Paulo, corría porque era extranjero y de los siete que había solo tres podían estar en la lista de titulares. Corría porque, María Elena, su esposa le daba fuerzas. Y fue en esa vuelta que el ánimo de los dirigentes que se hallaban en aquella esquina, lo hizo sobreparar, pero no detenerse. Parar lo suficiente como para ser cortés, no cómplice. Eran dos capos de la droga. Uno del Cartel de Medellín y otro del Cartel de Cali, un amigo suyo y un par de conocidos. Uno le dijo “¡Fuerza La Rosa!”, el otro le animó “¡Vamos Tanque!”. Miro y siguió corriendo. Era Pablo Escobar, hincha de Guillermo La Rosa como cualquiera de los casi tres millones de habitantes de Medellín en 1982.
Pablo Escobar con la Libertacup. |
Guillermo Claudio La Rosa Laguna se retiró en 1989, jugando para el LDU de Quito, que acaba de salir campeón de la Copa Libertadores 2008. Dejó el fútbol y comenzó el negocio de abarrotes con una tienda en la avenida San Luis a la que llamó “Comercial La Rosa”.La misma tienda que lo llenó de deudas y de tiempos difíciles. “Todo lo que uno pasa es parte del plan de Dios”, dice y yo que soy un pésimo cristiano lo escucho y me río. Ese hombre, con dos mundiales encima y voz suave a pesar de su porte de guardaespaldas me mira y me dice que es cierto. “Me robaron una camioneta nueva del año, tenía menos de un cuarto de kilómetro, eran las 3:30 p.m. y el señor del seguro iba a llegar a las cuatro. Perdí el carro y tampoco entendí qué quería Dios y pude haberme reído como tú ahora, pero me tocaba llorar o esperar”
Y esperó en Dios. Lo veo y no lo creo. Aquel hombre del que me hablaba María Claudia aquella noche, en el bar, no era un fantasma creado por la melancolía, los excesos de alcohol o falta de aire. Ese hombre existía. Aquel hombre era un jugador de fútbol con mil y una experiencias pero tenía algo diferente, no era solo un ex jugador de fútbol: era un tipo sabio, amable, con mucha gracia. Una persona cuya fortaleza es dar conocer sus debilidades. Le decía a María Claudia que no entendía por qué no podíamos ir a un mundial, ella no me respondió pero ahora lo entiendo.
El fútbol no es una cuestión de los pies, sino también de cabeza y corazón. Guillermo sube a su camioneta y yo sólo espero que no sea la última vez que lo vea. “Ahora mi hija Maria Claudia me espera”, me cuenta. Ella está ahí, es la misma de aquella noche. Sonriente pero con menos copas encimas, el cabello lo tiene recogido y las gafas oscuras no permiten ver sus grandes ojos.
Espero que no me haya olvidado.
Esa mañana nunca la olvidaré. Ese día me convertí en un aficionado
del fútbol.
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